Que disfrutéis de las vacaciones.
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate,
como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su
bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don
Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía
representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de
acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies
desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo
desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del
cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica
modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista.
Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno, había prohibido a la Regenta esta
voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el
contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había
creído ella que tal abandono fuese materia de confesión. Abrió el lecho. Sin
mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los
brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos.
La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes. «—¡Confesión
general!» —estaba pensando.— Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima
asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana. Se acordó de
que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores
pecados.
«Ni madre ni hijos.»
Esta costumbre
de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. —Una
mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las
noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la
almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la
obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como
ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también.
Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía
contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener,
según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor
aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades
en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían
conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de
niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz,
la sublebaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como
aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a
levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura
y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su
vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña
contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido
donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso;
debía de ser un terranova. —¿Qué habría sido de él?— El perro se tendía al sol,
con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la
mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y
caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones
de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por
buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.
Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la
apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído.
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